Los misterios de la Seattle subterránea

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Bajo las calles de Seattle y el bullicio de las pescaderías en el mercado de Pike Place, de la emblemática aguja del Space Needle y de la cerveza local saturada de lúpulo, se esconden historias que probablemente no conozcas…

En la superficie, Seattle no tenía muy buena pinta. Llegaba por la Interestatal 5 desde Portland a primera hora de la mañana y una serie de incendios forestales en las colinas hacia el este habían dejado una tremenda nube de humo que era lo único que se podía ver desde la ventana de mi autobús.

Seattle Space Needle — David SzmidtEl Space Needle es uno de los monumentos más destacados de Seattle — David Szmidt

Cuando llegué a las 9:30 de la mañana a un gélido aparcamiento desierto en el que me esperaba mi amiga Sarah, era un poco como aterrizar en otro planeta. Como solo iba a quedarme un día, la idea estaba clara: visitar un par de monumentos mientras nos poníamos al día después de unos años sin vernos. Entonces, el plan general era: mercado, Space Needle, comida, troll (no, yo tampoco lo pillo), cervecería. Ese era el plan general. Aunque también incluía algo de lo que había oído hablar, pero no Sarah, que llevaba seis años en la ciudad: íbamos a conocer la Seattle subterránea.

Mercado de Pike Place: visto. El humo había dejado el paseo marítimo inaccesible y, además, a mí con un ratito de pescaderos tirándose el género los unos a los otros (esa es la costumbre en Pike Place) ya me basta. Space Needle: visto. Parecía un decorado perfecto de ciencia ficción ante un cielo apocalíptico. Almuerzo: excelente, y además el nombre del restaurante era de lo más apropiado: Damn the Weather («maldito clima»). Habíamos cumplido. Miré a Sarah: ¿preparada? Preparada.

Una ciudad construida sobre arena

Seattle's Fremont Troll sculpture — David SzmidtEl Fremont Troll — David Szmidt

Entramos al tour subterráneo de Bill Speidel (Bill Speidel’s Underground Tour) por unas puertas correderas que parecían fuera de lugar en el contexto grandiosamente desaliñado de Pioneer Square, y nos sentamos para recibir una breve explicación histórica de los albores de Seattle. Nuestro guía iba a ser un chico llamado Clay («como Cassius»), que nos brindaba sus ingeniosos comentarios con la cadencia de alguien que busca desesperadamente parecerse al añorado maestro del humor conciso, Mitch Hedberg. Siendo generoso, he de admitir que la historia de los sistemas de alcantarillado de Seattle no se presta a mucha fantasía, así que algunos de los chistes simplemente no se entendían o se quedaban a medias, pero él seguía contándolos valerosamente. Para ser justos, nos ofreció una explicación sólida y bien documentada del contexto histórico, que además (detalle importante) servía de preámbulo imprescindible para el tour en sí.

En resumidas cuentas, Seattle tenía unos problemas espantosos con el alcantarillado y las aguas residuales, porque se había construido sobre tierra limosa rellenada, que se inundaba con frecuencia debido a las mareas de la bahía de Elliot. El gran incendio de Seattle de 1889 fue, en cierto sentido, una bendición: nadie perdió la vida, pero la ciudad (construida principalmente con madera) se redujo a cenizas. Era una oportunidad.

Sketch of Seattle's underground construction — David SzmidtUna ilustración muy chula de la reconstrucción de Seattle después del incendio — David Szmidt

A la ciudadanía se le encomendó la misión de reconstruir la ciudad (con ladrillos, no madera) aunque avisando de que las plantas bajas de sus tiendas y talleres se acabarían convirtiendo en sótanos. Las calles se rellenaron con una sección central de una altura equivalente a la de una planta, que se convertiría en la calzada y llevaría dentro el sistema de alcantarillado que, claramente, era esencial para la «nueva» ciudad. Durante la reconstrucción, visitar o comprar en los comercios conllevaba trepar arriba y abajo en cada intersección, puesto que los comerciantes siguieron vendiendo desde sus «sótanos» durante los cuatro años que duraron las obras. Una vez completadas las calzadas se añadieron las aceras, lo que dejaba la superficie ya sin huecos, y las plantas inferiores se convirtieron en sótanos, dejando el acceso desde la calle en lo que hoy en día es la planta baja de las casas y comercios. Con el tiempo se clausuraron los sótanos, convirtiéndose en lo que nos disponíamos a visitar en el tour.

Bajo tierra

Old shop sign in the catacombs of Seattle — David SzmidtBajar a este laberinto es como retroceder en el tiempo — David Szmidt

Y con esas descendimos a las catacumbas. Cada sección es una pequeña manzana de lo que fueron escaparates de tiendas, algunas en mejor estado que otras, pero todas acompañadas de una línea de tiempo indicando los acontecimientos relevantes. Después de cada sección que visitábamos, volvíamos a la superficie por unas escaleras angostas y dábamos la vuelta a la esquina para entrar por otra puerta completamente anodina en la que ni siquiera nos hubiéramos fijado. Podría ser la entrada de una casa, una sala de máquinas o una trampilla de mantenimiento, pero todo nos llevaba a otra manzana de calles subterráneas, como un reflejo perfecto de las calles de la superficie.

Cuanto más caminábamos, más descubríamos. A través de las rejillas de cristal del techo podíamos contemplar a los peatones, ajenos a nuestras miradas. Descubrimos el destino que esperaba a aquellos túneles tapados (salas de apuestas en la época de la ley seca, pensiones de mala muerte, bares clandestinos, fumaderos de opio y otras actividades literal y metafóricamente subterráneas). Desesperada por librarse de las ratas que empezaban a colonizar los túneles, la ciudad ofreció una recompensa de 10 centavos por cada rata muerta, que se podía reclamar entregando una cola a modo de prueba. Un ciudadano emprendedor se lo tomó demasiado en serio: decidió criar ratas simplemente para matarlas y reclamar la recompensa. Una historia muy macabra, tanto para el humano como para las ratas.

Catacombs of Seattle — David SzmidtProbablemente sea más seguro de lo que parece — David Szmidt

También descubrimos la historia de la extraordinaria Lou Graham, propietaria de un burdel que no desentonaba entre los mejores hoteles de la ciudad. Propuso que se legalizara la prostitución, convirtiéndola en una actividad gravable y otorgando derechos laborales a las trabajadoras, y permitiendo además una gestión y un debate más abiertos sobre el trabajo en sí y los riesgos de salud asociados. Tuvo tanto éxito que muchas empresas le pedían préstamos (cobraba más intereses que los bancos, pero exigía menos burocracia) y su actitud y mentalidad progresistas en lo referente a la sexualidad la llevaron a emplear a personas abiertas a la homosexualidad y a mujeres transgénero. Así, Lou Graham acabó aportando más a causas benéficas, como la educación infantil, que el todos los ciudadanos notables de la ciudad juntos. De hecho, no ha habido nadie que igualara su contribución a causas caritativas en Seattle y la región circundante hasta la llegada de Bill Gates. 

Una joya bien escondida que merece mucho la pena

Old building sign in Seattle's catacombs — David SzmidtA fin de cuentas, el tour subterráneo es de lo mejorcito que puedes hacer en Seattle — David Szmidt

Durante 75 minutos nos abrimos paso por calles subterráneas, entre fachadas abandonadas y aceras agrietadas, escuchando las historias y descubriendo a los personajes que insuflaron vida a la ciudad. Parece que los túneles abarcan un área de tres manzanas por once, pero a los visitantes solo se les permite ver unas cuatro secciones. Ahora: esas cuatro secciones incluyeron algunas de las cosas más excepcionales que haya visto nunca en una ciudad (o debajo de ella).

Nos despedimos de Clay, al que ya le habíamos cogido cariño, y nos quedamos reflexionando sobre el extraordinario ingenio (hay quien lo llama locura) que concibió tamaña reconstrucción. Si la necesidad es la madre de la inventiva, este es el niño que Seattle decidió venderle al circo ambulante. Una estrambótica reliquia del pasado que, aunque ya domesticada, sigue dejando atónitos a sus visitantes, se lo esperen o no.

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